He cortado todas las rosas del mundo, una por una, para nada,
pues cuando voy con ellas acunadas entre mis brazos ardorosos en busca de
mis amores,
no están, o están haciendo la siesta, o en sus clases de piano con
mequetrefes.
Sobre áreas restringidas de mi piel he colocado gotas de perfumes exóticos
y frotado mi cuerpo con todo tipo de menjurjes preparados por brujos con
barbas de chivo.
Ninguno de estos aromas
ha doblegado a ninguna de mis anósmicas amigas. He comprado libros de
versos
delicados, desde los Gazales de Haffiz hasta las perlas de Amarú,
El Jardín Perfumado, La Unión Libre, La Amada Inmóvil, La Ciudad sin Laura,
pero he comprobado que los libros permanecen sin abrir en sus tocadores
entre potes de afeites y adornados portarretratos. Lo mismo pasa con mis
cartas
lacradas, idas a colocar en buzones de remotos países,
a las que sólo arrancan las estampillas para el álbum del hermanito.
Yo mismo les he escrito unos cuantos versos, verdaderos trasuntos de
trovadores,
apuestos versos viriles si bien un tanto mendicantes,
y los he hecho publicar sobornando al clérigo
en la hojita de la parroquia. Camuflado entre el coro
las espío en la misa de los domingos
a ver si aflora algún rubor en la cima de sus mejillas,
pero ellas usan de abanico mis metáforas desdichadas
pues no comulgan con mi estilo. No tengo pierna lírica,
me pierden el arrebato, la irreflexión y la impaciencia.
Me desgasto en limosnas a San Antonio, busco como un sabueso
nidos de pájaros macuá y me echo al cuello talismanes
pesados como ruedas de molino,
participo en bazares donde gano con trampas gigantescos osos de felpa
que llenarían de gozo la miel de sus lechos
pero no caben por sus puertas que siempre tienen la cadena.
En los restaurantes famosos donde estreno corbata lila
las complazco con Borgoñas Cote D’Or, con corazones de alcachofa,
con colas de langostas corcoveantes, paté trufado
y de postre Saint Honorè.
Por lo general devuelven los platos por exceso de grasa,
porque les falta sal, porque una mosca del Mediterráneo
se posó sobre algún Cezanne, porque se enfriaron en la espera.
Las invito a la Opera y cuando despierto en la luna de las plateas
se han ido bien con los tenores o los tenorios de la escena.
Los instrumentos de la orquesta me dirigen miradas de compasión,
hazmerreír de los porteros.
Practico los saltos ornamentales y me lanzo los domingos del trampolín del
mediodía
de las piscinas olímpicas arriesgando la vida en las contorsiones
con la ilusión de caer sobre sus miradas y perderme entre sus brazos
acuáticos.
Pero el chapuzón es un chasco pues los ojos de ellas se han perdido tras la
estela del salvavidas.
Mi consejera sicológica me dice que pierda las esperanzas.
Este año ingresaré a una tribu de cazadores de cabezas. Ya estoy llenando el
formulario.
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